"El barco de la muerte" de William Clark Russell
El Barco de la Muerte narra las
increíbles peripecias de un joven marinero inglés que, tras caer
accidentalmente al mar durante una travesía cerca del Cabo de Buena Esperanza,
a finales del siglo XVIII, y después de ser abandonado por sus compañeros, espantados
ante la repentina aparición del legendario barco fantasma «El Holandés
Errante», es recogido finalmente por su espectral tripulación. A bordo del
siniestro navío se encontrará con el infortunado capitán Vanderdecken, que
ignora que su travesía dura ya más de ciento cincuenta años, y se enamorará de
Imogene, una compañera de cautividad, con la que planea fugarse.
Todo lo anterior figura en la
contraportada del libro, así que no se me quejen de spoilers. Este es un libro
hijo de otra era, de otras convenciones sociales y otros modos de pensar, y eso
se deja notar demasiado. Las novelas populares de aventuras, de terror, de
fantasía puede que sean las que mejor reflejan el espíritu de una era, puesto
que son una plasmación de sus miedos y prejuicios, pero también son las que
peor aguantan el paso del tiempo, si es que no hay una mano maestra detrás.
Mientras que Robert Louis Stevenson puede ser tan disfrutado hoy como el día
que se publicó, este libro ha sido un auténtico dolor.
Sus problemas principales son
tres:
Uno: el uso y abuso de términos
náuticos es tal que páginas y páginas pueden resultar incomprensibles. Al final
aparece un diccionario de términos marineros que el lector puede consultar, así
pues, puede elegir entre interrumpir la lectura dos veces por frase para ir a
consultarlo, o ignorar olímpicamente párrafos y párrafos, puede que incluso
páginas.
Dos: Los personajes carecen de
personalidad. No existen personajes dignos de tal nombre, excepto tal vez el
capitán Vanderdecken, y este porque es un personaje oscuro y enigmático. No hay
el menor apunte psicológico o de carácter. La empatía con cualquiera de ellos
es imposible. Esto puede ser intencionado en el caso de los fantasmas, pero no
en el del narrador, Geoffrey Fenton, ni en el de su amada. Dicho personaje,
Imogene, es literalmente insoportable, porque cada vez que aparece el relato se
ve dominado por la cursilería más atroz. Fenton emprende mojigatos discursos en
los que la pone como ejemplo de lo que debía ser el ideal de mujer de la época,
tan alejado del actual. Todo es compasión, lágrimas, dulzura y castidad. La
historia de amor es tan gélida como el ambiente en el barco maldito, un mero
pretexto que pretende la implicación sentimental del lector sin conseguirlo.
Tres: Las descripciones del
cielo, del mar y del horizonte. Algunas son preciosas, pero son eternas y
repetitivas. Hay como dos o tres descripciones de estas por capítulo, pueden
durar varios párrafos y no son capítulos largos. Uno acaba hasta las narices de
montañas de espuma, las nubes, la luz de la luna y del sol saliendo o
poniéndose.
Si todo es tan malo ¿cómo es que
acabe sus cuatrocientas y pico páginas? Bueno, cómo ya dije, algunas de sus
descripciones son preciosas, tal vez lo sean todas, si uno no se cansara de
ellos. La descripción del barco fantasma y de la tripulación es fascinante,
esos cuerpos animados por la maldición que apenas guardan un resto de vida y
que simulan lánguidamente las acciones de las almas que los poseyeron,
ignorantes de su propio destino, que creen llevar sólo algunas semanas en el
mar y que se apresuran a ignorar todas las evidencias en contra. Aunque, por
desgracia, esto tampoco esta libre de reiteraciones y las características de
los tripulantes se repiten una y otra vez.
En fin, la atmósfera de fatalismo
y condenación está muy lograda. Entre tanta descripción repetitiva se
representa una historia atractiva cuyo ritmo no decae. En todos los capítulos
ocurre algo que la hace avanzar, y que, por cierto, viene anunciado en los
títulos de cada uno. No puedo evitar pensar en aquellas deleznables ediciones
de los clásicos ilustrados con los que una generación aprendió a amar la
literatura, en las que la narración era interrumpida cada cuatro páginas por un
dibujo o una página de cómic. Los milagros de la tijera hacían que aquellos volúmenes
tuvieran siempre el mismo número de páginas, si acaso menos, pero nunca más, a
fuerza de eliminar todo lo que se considerara inconveniente o superfluo. Tal
vez a esta novela le hubiera convenido una edición de ese tipo, porque, de
quitarse un par de cientos de páginas de morralla, lo que hubiera quedado
podría haber sido una buena historia.
Pues tengo pensado leerlo pero se agradece ir sobre aviso con las descripciones jjejeje genial resela
ResponderEliminarGracias a ti por leerlo y opinar
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