“Ciudad” de Clifford D. Simak
Se trata de la obra más famosa de su autor. En realidad es un fix-up, una agrupación de relatos que fingen ser una recopilación de los cuentos que los perros cuentan por las noches, alrededor de la lumbre, sobre esas criatura míticas, los seres humanos. Los cuentos se entrelazan por introducciones de un erudito en los mitos humanos, en las que discute sobre su origen, plausibilidad y las diferentes interpretaciones que otros eruditos han hecho de ellos a lo largo del tiempo.
El conjunto forma una obra sobre el fin de la humanidad. No se trata de un fin traumático , no hay catástrofes cósmicas, ni invasiones alienígenas. Ni siquiera el agotamiento de los recursos naturales. La mayor parte de la humanidad opta por convertirse en jovianos (largo de explicar) y los que quedan, simplemente no son los más dotados ni para la investigación ni para la exploración. Se refugian en sus diversiones y en sus aficiones y van desapareciendo, poco a poco. La humanidad no conquista las estrellas, debido a su falta de talento y su falta de ambición, legando la Tierra a sus herederos: los perros y los robots. Y, posteriormente, a las hormigas, pero eso es todavía más largo de explicar.
Es un libro tan triste como bello, que destila una especie de serena melancolía. En unas ocasiones muy ingenuo, en otras terriblemente adulto. La ciencia que aparece en él es, por supuesto absurda. Hay modificaciones quirúrgicas hereditarias y mutantes, como los de los viejos tiempos de la era pulp. Podríamos decir que el libro es un compendio de fabulas que se sirve los clichés de la ciencia ficción más clásica. La intención moralizante existe, por ejemplo, para Simak las aficiones son algo despreciable, lo único respetable es el trabajo. Pintar un cuadro que nadie verá o escribir un libro que nadie leerá es para él un modo tonto, casi diría indigno, de perder el tiempo. Evidentemente, no tendría muy buena opinión de las personas que publicamos nuestros textos en Internet. Pero su moralismo nunca llega a hacerse cargante. El libro se lee sorprendentemente bien. Sus descripciones de paisajes, por ejemplo, son bonitas sin cargar las tintas intentando serlo. No abusa de los rayos de sol al amanecer o al anochecer, sacando chispas de los saltos de agua, ni de los trinos de los pájaros. Resulta poético sin que parezca pretenderlo.
Sus perros y robots son trabajadores, ingenuos y bondadosos. Sus personajes humanos son poco carismáticos y pasivos, más que emprender la acción, la soportan. Son víctimas de sus defectos, pero Simak no los condena ni los juzga, aunque si los compadezca. La auto inmolación parece ser el único acto que los redime. Y en este momento me bajo del burro.
Estoy seguro de que mucha gente considera “Ciudad” como una de los mayores logros que la ciencia ficción ha dado a la literatura. No soy quien para discutirlo, atesora innumerables virtudes que espero haber enumerado ya. Pero no comulgo con su mensaje. “Ciudad” parece defender que el ser humano es el demonio en el jardín del edén de la Tierra, en el que los demás animales son dulces, bondadosos y simpáticos. Los últimos capítulos, con la humanidad ya extinguida, ofrecen una versión muy Walt Disney de esa arcadia en la que el resto de los animales viven en paz, vigilados paternalmente por los perros.
Y no me lo trago.
No es que defienda que el ser humano sea la medida de todos la cosas, la cumbre de la evolución y el rey de la creación. Vivimos en un mundo que parece en perpetuo deterioro, en su mayor parte por culpa del egoísmo, la codicia, la pereza y la megalomania de los seres humanos. Pero no creo que seamos moralmente inferiores al resto de los animales del planeta. Las mismas fuerza nos han forjado y las mismas pasiones nos dirigen. Quizá la razón debería hacernos mejores, pero, en todo caso, no nos hace peores.
Los actos que Simak nos presenta como si fueran los sacrificios más nobles posibles, son aquellos que contribuyen al exterminio de la especie humana. Así, directamente. Ríete de Robert A. Henlein y la afición de sus héroes a asumir su derecho divino a regir los actos ajenos, aquí se opta directamente por el exterminio Compartiendo, eso sí, el destino de los exterminados, pero, en el fondo, eso es lo que hacen sus personajes, no una, sino dos veces. La segunda me cabrea todavía más que la primera, puesto que utiliza una muerte accidental como justificación. El robot sabe que ha sido un accidente, pero considera que los humanos, aún con buenas intenciones, no pueden evitar ser los monstruos que son. Así que, sabiendo como digo que fue un accidente y que el humano lo lamenta, no se plantea educar a las nuevas generaciones para que no vuelvan a repetirlo, no, sino que decide hacer responsable a toda una comunidad de los actos de un único individuo y desterrarlos de este universo.
Reduzcamos la escala a nuestro propio mundo. Seguir esa misma línea de razonamiento nos llevaría a masacrar a todos los alemanes, por la participación de su nación en el holocausto judía, a los españoles por la conquista de América, a los ingleses por inventar los campos de concentración, a los belgas por como se comportaron en el Congo, a los rusos, por ser rusos. Que digo, si un conductor atropella a un niño que cruzaba la calle sin mirar, causándole la muerte ¡Hay que tirar una bomba atómica sobre toda su maldita ciudad!
Cómo me he calentado mientras escribía. Siempre he pesado que cuando reseño una novela, debo limitarme a resaltar sus logros o defectos literarios. Basándome en eso, pensaba recomendar la novela, pero, pensándolo bien, no puedo condonar un mensaje tan irresponsable.
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