“El beso de Copacati” de Víctor Conde


 
Dos historias paralelas que se en entrecruzan. Con un puñado de hombres, Francisco Pizarro persigue a los indios que han robado el cadáver del inca Atahualpa, adentrándose en la selva, hasta el corazón del culto a la misteriosa diosa, Copacati. En los años cincuenta un equipo de cineastas americanos pretende rodar en Perú una película de monstruos, justo en la misma ubicación en la que desaparecieron los españoles. Las dos historias se entrecruzan a través del tiempo y el espacio. 

La parte que transcurre en el pasado, es tan adictiva como tópica. Ya desde el minuto cero de la lectura, uno se puede figurar la serie de desastres que van a suceder a los fieros y crueles españoles, incluso su orden y magnitud, las ruinas que van a encontrar y lo que esconden. 

Por el contrario, la parte de los años cincuenta ejemplifica porque no soy un fan de las novelas de terror (no así de los cuentos). Seguro que ya lo he dicho, porque a estas alturas me repito más que el abuelo cebolleta. La mayoría de las novelas de miedito que he leído consisten en capítulos y más capítulos que narran la vida cotidiana de los protagonistas, mientras poco a poco, generalmente al final de cada capítulo, se va insinuando una amenaza, una sombra que cae sobre ellos en los capítulos finales, que si que suelen ser muy emocionantes. El problema es que ese largo proceso de alargamiento de las sombras me obliga a tragar mucha paja que se me hace aburrida. 

Esta novela no ha sido una excepción. Estoy seguro de que el mundo del cine de los años 50 puede resultar apasionante, pero no lo es en “El beso de Copacati”. Los personajes del mundillo del cine me han parecido muy tópicos, el galán de cerebro de mosquito, el productor manipulador y extrovertido, el guionista llegado del mundo del teatro. No he sentido por ellos más que impaciencia por verlos despedazados. A veces incluso me parecía que sus capítulos sólo servían para hacer de pausas entre los capítulos situados en el siglo XVI. Afortunadamente, la novela es demasiado breve como para llegar a estallar de impaciencia. 

El estilo es bastante elaborado, como tiene por costumbre Víctor Conde. A veces hay que leer un par de veces una frase para terminar de captar alguna metáfora o algún símil, pero no es un problema para la lectura, y puede ser un aliciente. Tengo algunas dudas sobre la subjetividad del narrador. Las dos partes están escritas en tercera persona, pero eso no significa que exista un “narrador omnisciente”. Normalmente se asume el punto de vista de alguno de los personajes. En la parte del siglo XX el guionista Dooley. En la otra, varía, y aquí es lo que me escuece. Me da la sensación de que a veces los personajes del siglo XVI piensan o se expresan como si fueran personajes del siglo XXI, con imágenes o conceptos que en esa época no podrían tenerse. También pudiera ser que el punto de vista se desplace temporalmente entre los personajes y un momentáneo “narrador omnisciente” y yo no me haya dado cuenta. 

Hacia el final, la novela abandona el terror para adentrarse en la fantasía alucinógena y aparecen algunos momentos inesperado de sentido de maravilla. El final, o finales, es peculiar, una elaborada forma de dejar un final abierto. O casi. Me ha recordado el final del comic “Shield” del guionista Jonathan Hyckman o de “Ciencia oscura” de Rick Remender, pero creo que el parecido es sólo aparente y que, en realidad, es justo lo contrario. No es que me haya gustado mucho, pero es lo más original de la novela.

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