“Laberinto de muerte” de Philip K. Dick
Parece mentira, la de tiempo que llevo escribiendo este blog y nunca he escrito una reseña de Philip K. Dick, el autor más adaptado al cine y la televisión de la historia de la ciencia ficción, por más que las adaptaciones suelen coger alguna idea suya y utilizarla como punto de partida de una historia de intriga y acción, en el caso de “Destino oculto” una comedia romántica, con las notables excepciones de “A scanner darkly” y “Electric Dreams”, de las cuales no he leído los referentes, pero son puro Dick.
Para los aficionados a la ciencia ficción, Philip K. Dick es como una enfermedad que hay que pasar. A cada cual le afecta de modo diferente. Algunos salen repelidos al primer contacto, conscientes de que no es lo que buscaban, otros se convierten en consumidores obsesivos de su mercancía durante un periodo largo y luego, hastiados, lo abandonan para siempre y hay a quien la infección le dura toda la vida. Incluso existen partidarios suyos entre aquellos que denigran la ciencia ficción.
Lo cual no es tan extraño. Al igual que en la novela policiaca los lectores de ciencia ficción creemos en la existencia del gato encerrado, que el universo se rige por una leyes naturales, aunque no hayamos sido capaces de desentrañarlas todavía. Incluso Stanislaw Lem, que por cierto era un admirador de Dick, postulaba que las limitaciones de la ciencia humana impedirían llegar a conocerlas, pero no discutía su existencia.
Dick es distinto, para Dick, nada tiene sentido y cualquier cosa, por lo tanto, es posible. Dick es pura irracionalidad. Leerle es sumergirse en un universo entre alucinógeno y onírico al que sus personajes ni siquiera intentan darle el menor sentido. Curiosamente, es una fórmula que engancha. Hace un par de décadas Dick era el cuarto escritor de ciencia ficción más popular de todos los tiempos (los tres primeros eran los tres grandes Robert A. Henlein, Isaac Asimov y Arthur C. Clarke, con los que no podía tener menos en común)
“Laberinto de muerte” no es precisamente una de sus obras más conocidas, ni de las mejores, pero tiene todo el sabor de Dick, incluyendo esas ocurrencias tan peculiares a las que, sin embargo, nunca llega a sacar todo su jugo. Por ejemplo transcurre en un universo en el que se ha demostrado la existencia de algo parecido a Dios, que de vez en cuando se manifiesta en forma física y las plegarias pueden ser respondidas, aunque sólo si se amplifican electrónicamente.
Inicialmente su planteamiento es kafkiano (Kafka otro autor cuyo apellido se ha convertido en un adjetivo) Varias personas firman un contrato para participar en la primera colonia de un planeta inexplorado. Las clausulas del contrato les obligan a llegar hasta él en naves espaciales de sólo ida. En el planeta están incomunicados con el resto de la humanidad. Nadie les ha informado del objetivo de la colonia y nadie les informará. Pronto la situación deriva en una variante de “Diez negritos” en la que los personajes van cayendo muertos uno detrás de otro.
En los últimos tiempos hasta estoy empezando a leer la expresión “hacer un Dick” en determinadas reseñas, cuando se llega al momento de la narración en la que el protagonista descubre la falsedad de su propia realidad, sea porque sus recuerdos son implantados, porque está viviendo una experiencia de realidad virtual, es un clon de la persona que creía ser o todo lo que creía conocer no es más que una alucinación producto de las drogas. Por mi parte, lo que mas me gustaba de Dick era la mundanidad de sus personajes. Acostumbrado a que los protagonistas de las novelas de ciencia ficción sean científicos, militares, exploradores o líderes, en las novelas de Philip K Dick los protagonistas suelen ser hombres de mediana edad, aburridos de sus trabajos y sus mujeres, ni demasiado inteligentes ni demasiado brillantes, que asisten a acontecimientos tremebundos que alteran sus vidas sin llegar nunca a comprenderlos. Como suele decirse, no son el tipo de personas que escriben la historia, sino los que la padecen.
Seth Morley, el protagonista principal, encaja de lleno en esta categoría. Hay varias cosas de él que me resultan entrañables, por lo fácil que me resulta reconocerme a mí y a otras personas en sus defectos. El modo en que no puede evitar darse importancia al hablar, su pereza (elige la nave que le transportará a su nueva vida basándose en su nombre, en vez de revisarlas y sólo una intervención divina le salva de morir en el viaje, a él y a su mujer), como miente, lo lamenta en el acto, pero aún se reafirme en su mentira, que su primera preocupación sea hacer acopio de mermelada o que cuando se ven en una de esas curiosas situaciones que ocurren en la ciencia ficción en la que que cada personaje ve reflejados en un edificio sus anhelos más profundos, lo que vea sea la sala de degustación de una tienda de vinos y quesos.
Sin embargo, sus procesos mentales son demasiado extraños. Hay un momento en que se convence de que uno de sus compañeros debe ser el mismísimo Odin, como si esto fuera una conclusión lógica que se le puede ocurrir a cualquier persona. Los demás personajes también resultan demasiado estrambóticos. Cada uno tiene su propia manía, que parece obsesionarlo por encima de todas las cosas. Hasta ellos mismos se lamentan de estar demasiado encerrados en sus propios mundos. Hay un trabajo mínimo de caracterización, algo es algo y hay que reconocerlos, pero eso, mínimo. Por otra parte, el ritmo no afloja en ningún momento de la novela, por lo que, unido a su longitud, hace que se lea en un suspiro, pero tampoco se tiene un sensación clara de progresión en lo que se está leyendo. Los acontecimientos, simplemente se acumulan.
Los fans más clásicos de Dick se alegrarán de saber que ésta es una de sus novelas en las que, efectivamente, “hace un Dick”. De hecho, no hace uno, si no dos y tiene un giro sorpresa más al final. No puedo decir mucho más. Ni la recomiendo ni la desaconsejo. Es entretenida, pero no es una novela para iniciarse en la lectura de Dick. Sólo para conversos.
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