“El libro de los cráneos” de Robert Silverberg


Durante los años sesenta o comienzos de los setenta, cuatro estudiantes universitarios, compañeros de habitación aprovechan las vacaciones de semana santa para cruzar los estados unidos, en buscar de un monasterio aparecido en un recorte de periódico, que vinculan con un manuscrito medieval, en la que una misteriosa orden monástica ofrece la inmortalidad. El precio de la vida eterna es alto, sus postulantes tienen que presentarse siempre en grupos de cuatro de los cuales, uno debe suicidarse y otro debe ser asesinado por sus compañeros.

La novela va alternando el punto de vista de cada uno de los cuatro protagonistas, a través de capítulos, por lo general breves, narrados en primera persona, como si fueran soliloquios en los que recuerdan los acontecimientos del día, con los diálogos reducidos al mínimo por las restricciones de la memoria humana, salvo cuando las necesidades dramáticas exigen una licencia poética.

Aunque, evidentemente, no se trata de ciencia ficción, “El libro de los cráneos” es una de las novelas más reputadas de Robert Silverberg. David Pringle la incluyó en su lista de sus cien mejores novelas fantásticas, Miquel Barceló le dedica palabras muy elogiosas en el prólogo y he leído múltiples comentarios positivos.

Se trata de la novela que más me ha costado leer de Robert Silverberg y estuve a punto de abandonarla.

Para empezar, casi la mitad del libro consiste en el viaje. Un viaje en el que, en resumen, no pasa absolutamente nada. Van de ciudad en ciudad, conducen durante horas y se sorprenden de lo mucho que han conducido. Buscan donde pasar la noche y tratan de ligar.

En segundo lugar, están las personalidades de los protagonistas. Eli, judío y erudito, instigador de la búsqueda, Ned aspirante a escritor y, como no, homosexual, Timothy aristócrata rechoncho, procedente de la alta sociedad y Oliver, atlético muchacho de pueblo que ha logrado llegar a la universidad a base de fuerza de voluntad. Todos ellos inmersos en ese estado continuo de lujuria y frenesí sexual que las películas de Estados Unidos nos han enseñado que es el habitual en sus universidades.

Es decir, son una colección de tópicos ambulantes. Silverberg hace un gran trabajo dotando de voz propia a cada uno de ellos, Eli y Ned son unos pedantes y Timothy un engreído de una grosería insoportable. 

Al comienzo del libro, se cruzan con un conductor en el que Eli imagina todos los prejuicios que una persona de clase baja puede sentir hacia un universitario. A las pocas páginas, yo ya compartía todos y cada uno de esos prejuicios y deseaba que la hermandad de los Cráneos ofreciera a todo el grupo en sacrificio a Cthulhu.

Bueno, a todo el grupo no. Con no pocas contradicciones y puntos flacos, Oliver resulta ser un personaje mucho más interesante y complejo que sus compañeros y sus capítulos están mucho mejor escritos.

La empanada mental de Eli (que si creo porque no creo, no a pesar de que es absurdo, sino porque es absurdo y vivo sin vivir en mi), las rutinas del monasterio, sus veleidades new age, Atlantida incluida... Aunque bien condimentadas por la demostrada habilidad de Silverberg como narrador, todas estas cosas me han resultado pesadas y pretenciosas. A estas alturas de mi vida, pocas cosas encuentro menos atrayentes y más innecesarias que la búsqueda de la fe.

Sin embargo, todo mejora notoriamente al final. Como parte de la iniciación, cada uno de los miembros del grupo tiene que contar a otro su secreto más vergonzoso. En esta parte de la novela está muy bien narrada, aunque sus secretos me han resultado muy folletinescos. Que cada persona tiene algo en su pasado que le atormenta profundamente, me temo que es una gran mentira. La cruda realidad es que las personas normales somos mucho menos interesantes. Ese es uno de los motivos por los que leemos libros. Con la excepción, una vez más, de Timothy, los secretos de los protagonistas son demasiado “noveleros”, demasiado exagerados. El de Ned, en concreto, parece sacado de un culebrón barato. Sin embargo, las escenas están contadas de modo que cada confesión resulta emocionante, cada una mas que la anterior, emoción que se mantiene mientras los personajes encuentran su destino, en forma de asesinato y suicidio, perfilando un tramo final más que destacable, puede que incluso excelente.

Sinceramente, me ha parecido una novela muy sobrevalorada. Creo que sus pretensiones trascendentales y las partes excelentes hacen que mucha gente le perdone sus monótonos defectos. Aunque recomiendo que está bien escrita, yo no se la recomiendo a nadie.

PD: Este post se merece una segunda parte, en la que enumere las cosas que no me han gustado a título personal. No sé si tendré fuerzas o tiempo para hacerlo, así que mencionaré que el machismo de Robert Silverberg empieza a parecerme como el racismo de Robert E. Howard. Está tan arraigado en su escritura que o dejas de leerle, o lo asumes y tratas de ignorarlo, procurando que no infecte tus neuronas.

 

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