"La compañia Blanca" de sir Arthur Conan Doyle


 
En “La compañía blanca” se cuenta la historia de tres compañeros, un joven noble, Alleyne Edricson, criado en una abadía que sale por primera vez al mundo, un monje gigantesco Juan de Hordle, recién expulsado de esa misma abadía y un arquero, Samkin Aylard. Los tres terminan sirviendo a las órdenes de Sir Nigel Loring, en una campaña militar bastante absurda, para devolver a Pedro I de Castilla a su legítimo trono. La novela está estructurada en capítulos casi independientes, si bien la trama va avanzando poco a poco, cada uno tiene su planteamiento, nudo y desenlace, alrededor de una competición, un encuentro, un combate o algún otro tipo de incidente. Sólo en un par de momentos cumbres, la continuidad se mantiene entre capítulos. Aunque eso lo convierte en un libro ideal para leer un rato, antes de dormir, la verdad es que hay algún que otro capítulo bastante prescindible (21 De como Agustiono Pizano arriesgó su cabeza, 27 De como el patizambo Rogelio murió y fue a parar al cielo), aunque reconozco que son los menos.

Décadas antes de que existieran los Harries potan y los jugones hambrientos, existía una serie de autores del silo XIX y principios del XX con los que se suponía que los niños tenían que empezar a leer. Doyle era uno de ellos, muy superior a la mayoría. A pesar de ello, no puede decirse que yo sea un gran fan suyo. Le reconozco su talento, quizá genio, para crear personajes carismáticos, de los cuales el inmortal Detective puede que sea el más grande, pero no el único y también cierta habilidad narrativa, al menos en lo que al ritmo concierne y a idear desenlaces impactantes o inesperados.

Sin embargo, sus virtudes están empañadas por la mojigatería y la grandilocuencia. El narrador nunca deja de exaltar las virtudes de los personajes positivos y los defectos de los negativos, con un lenguaje extremadamente formal que resulta muy artificioso y poco natural. Sus personajes son muy aficionados a los soliloquios, las reflexiones en voz alta, los suspiros y las exclamaciones. La sutileza brilla por su ausencia y a veces acaban convertidos en meros vehículos para las opiniones del autor, haciendo con ello competencia al narrador omnisciente, que ya se ocupa de exactamente lo mismo. Estos defectos son habituales en la literatura de la época, pero en esta novela los he encontrado más exagerados, quizá por estar ambientada en la edad media, lo que hace que el número de arcaísmos empleados sea superior a lo normal y que los personajes se expresan de un modo todavía más rimbombante y amanerado. También me parece que el autor exagera en la caracterización de los personajes, se esfuerza tanto, TANTÍSIMO, en hacerlos simpáticos y entrañables, que a ratos resultan cargantes, incluso el propio sir Nigel, uno de esos grandes personajes que su autor era capaz de crear con asombrosa facilidad, un señor de la guerra de mediana edad bajito, calvo y de modales extremadamente corteses, que sigue a rajatabla las leyes de la caballería con un celo superior al del mismísimo Alonso Quijano, a pesar de que Conan Doyle nos pinta el 1366 en que trascurre la acción como una época crepuscular, en la que la caballería ha perdido su prestigio ante el arco, los propios arqueros están empezando a ser desplazados por la artillería y los ideales caballerescos, como la fidelidad a la palabra dada, están en vías de extinción. Como si no lo hubieran estado aluna vez.

Lo que no quita que Sir Nigel, durante las batallas, se convierta en una auténtica picadora de carne.

Siempre se ha dicho que es un grave error que los personajes de las novelas históricas piensen como las personas contemporáneas. Aunque las simpatías de Doyle por sus personajes son evidentes, no acabo de tener claro si comparte o no sus ideales. Si está claro que aboga durante toda la novela por una iglesia que se involucre en la vida cotidiana, en vez de recluirse en monasterios y que realiza una apología del soldado y de la guerra, a la que encuentra llena de virtudes. Este alegato belicista va en contra de la opinión general hoy día y yo que me alegro, pero en realidad, durante la mayor parte de la historia humana, la guerra se ha considerado algo noble y hermoso y la mas estimada profesión a la que un hombre podía dedicarse. Para sus personajes la guerra es un fin en si mismo, independientemente de su causa, que a nadie le importa. Otros escritores de novelas históricas me han hecho meterme en el pellejo de gentes con ese punto de vista, mejor que Doyle, que peca de un cierto infantilismo, a pesar de la prodigalidad con la que masacra a los personajes secundarios. Pero no sabría decir si Doyle pensaba lo mismo o no. Desde luego, no incide demasiado en los desastres de la guerra y muestra un consumado desprecio por los pobres y las clases bajas, siempre que no sean ingleses. Su patriotismo puede ser irritante. Los últimos párrafos del libro son una loa a derramar la sangre por Inglaterra (“puede llegar de nuevo un día en que Inglaterra necesite con apremio de sus hijos, cualesquiera que sean las costas del mar en que se encuentre ¿No acudirán a su llamada?”), lo que no deja de parecerme un poco fuera de lugar, puesto que sus esforzados personajes no están defendiendo la patria de una invasión, si no invadiendo otro país para intentar poner en su trono al que esperan sea un monarca títere.

Por cierto, según lo expuesto en el capítulo 29 Inglaterra domina el mundo, porque todos los pueblos que hablan en inglés, son ingleses. Aunque hayan librado una guerra para no serlo. Me pregunto como ardería Internet y que conflictos diplomáticos se montarían si hoy, a algún escritor español, se le ocurriera decir que todos los países en los que se habla nuestra lengua son España.

Hablando de España, hay ciertos errores históricos de bulto que resultan sorprendentes, para ser exactos, a Pedro I de Castilla se le denomina como rey de España y se habla continuamente de España, un reino que todavía no existía en la época de la novela.

Creo que me he enrollado demasiado con los puntos de vista del autor. Al final lo que cuenta es si el libro entretiene o no, si es emocionante, si es divertido. En mi opinión mitad, mitad. Se lee medianamente bien, pero cuesta cierto esfuerzo, por lo discursivo y alambicado del lenguaje y el exceso de ingenuidad con el que trata temas muy serios. Su humor ha quedado muy desfasado y rara es la vez que funciona. Algunos personajes se hacen entrañables, otros dan grima por exceso de caricatura. Las batallas son suficientemente emocionantes (la lista de autores que las cuentan mejor es inmensa) y Arthur Conan Doyle comete los dos peores pecados que se pueden cometer en una novela histórica: el exceso de información y el exceso de pontificación. Su necesidad de ilustrar sobre este u otro aspecto de la vida del silo XIV entorpece la historia, hasta detenerla en algunas ocasiones, mientras que en otras, se detiene porque se convierte en un discurso sobre el tema que afligiera en ese momento lamente de su autor.

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