“El hombre estocástico” de Robert Silverberg



En esta novela, Robert Silverberg nos cuenta la historia del asesor de un político de estados unidos, que espera llegar a presidente de la nación, Lew Nichols, que entra en contacto con Carvajal, un hombre (¡de antepasados españoles!) que aparentemente es capaz de predecir con absoluta precisión el futuro. Al menos hasta el instante de su propia muerte. Lejos de resultarle de utilidad, dicha habilidad le ha aplastado como persona, pues le reveló la inevitabilidad de su propia muerte y la inutilidad de cualquier intento de decisión, puesto que el libre albedrío no existe y al final cada persona realiza las acciones que siempre ha hecho y siempre ha estado destinado a hacer.

La obsesión de Nichols, primero por acceder a los conocimientos de Carvajal y luego por adquirir sus mismas habilidades, acabará por arruinarle la vida.

Que todos los sucesos ocurren a la vez y que la linealidad del tiempo es un engaño producto de la percepción humano, es una idea bastante desesperante y, por tanto, bastante atractiva para tratarla en la ficción. La misma idea ha sido expuesta, con mayor rigor científico, en obras posteriores como “La historia de tu vida” de Ted Chiang o “Flashforward” de Robert Sawyer. Para nuestra desgracia, parece que a los científicos no les parece absurda. Los lectores de ciencia ficción más tiquismiquis, esos a los que algunos tildan de frikis porque se toman la ciencia en serio, se partirán la caja con las pseudo explicaciones que da Silverberg a las habilidades de Carvajal, eso del contacto con un universo en el que el tiempo transcurre al revés. Aunque reconozco que es una hipótesis del propio Carvajal, que él mismo no se toma muy en serio, es la única que se baraja en toda la novela.

Creo que hasta en un capítulo de “Marvel Agents of S.h.i.e.l.d.” lo explicaban de modo más plausible.

Centrándonos en cosas serias, si alguna vez se hiciera una película de una novela de Robert Silverberg, esta seria la más fácil de adaptar. Transcurre en el lejano futuro del final del siglo XX y los cambios sociológicos o tecnológicos que aparece en ella son muy fáciles de obviar y es aconsejable hacerlo, porque la historia se puede ubicar perfectamente en el presente y, la verdad, son bastante ridículos. No hacen falta casi efectos especiales, todo está centrado en los personajes y las conversaciones entre los personajes. Y la colaboración de un guionista de cine hubiera sido muy de agradecer en esta novela.

Cualquier guionista medio decente tiene la suficiente capacidad de síntesis para poner en situación a un personaje como Lew Nichols, probablemente sólo contando como se levanta y llega al trabajo, ya podríamos saber que está felizmente casado y que es asesor de un político que quiere presentarse a la casa blanca. Para ello no es necesario que nos cuente brevemente su infancia y formación, ni como conoce al político, como se integra en su campaña ni las estrategias de la misma. 

 Por cierto, que durante la mitad de la novela parece que los políticos de Estados Unidos no se involucran lo más mínimo en sus carreras y que son sus asesores quienes deciden adonde deben encaminarse. Son Nichols y sus compañeros los que deciden encumbrar a su representado hasta lo más alto de la nación, para satisfacer su propia sed de poder.

El caso es que transcurren del orden de cien páginas, antes de que la historia llegue por fin a donde quiere llegar, al momento en que, de verdad, comienza.

La historia de Nichols y Carvajal se complementa con la de la mujer de Nichols, Sundara, que se inicia en un culto religioso, también bastante ridículo, que la va apartando progresivamente de Nichols. Esta parte aporta algo de dramatismo a la historia y está adecuadamente sincronizada con la relación entre Nichols y Carvajal. Sin llegar a ser por completo irrelevante, no es demasiado

El afecto que Nichos siente hacia Sundara no se cimienta tanto en la camaradería y las experiencias compartidas, como en que ella está muy buena y folla muy bien. Silverberg lo explica con mayor finura, pero lo que subyace es lo mismo. Hacía mucho que no me quejaba de su sexismo.

También hay unos cuantos trances y momentos visionarios, de esos que tanto le gustan al autor. Uno de ellos da forma a un capítulo entero y es completamente prescindible, porque no es más que una tomadura de pelo de Silverberg hacia el lector.

¿Qué nos queda entonces? La relación entre Nichols y Carvajal, columna vertebral de la novela, que está muy bien llevada. La exposición de una tesis que probablemente desafíe las creencias personales del lector y que precisamente por ello y porque está muy bien expuesta, resulta muy impactante y un final bastante brillante, que ronda la excelencia, aunque no la alcance. No son pocas virtudes. En mi opinión justifican la lectura, aunque no la hacen imprescindible, ni de lejos, porque están empañadas por la paja y los paisajes superfluos. “El hombre estocástico” parece una novelette alargada.

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