“El final de la cuerda” de Joseph Conrad.



Hay poco que decir sobre el argumento de esta novela, que, a pesar de venderse como tal, quizá sea un relato largo. Un capitán de navío, ya anciano, ante las dificultades que atraviesa su hija, se asocia con el propietario de un vapor, el capitán lo dirigirá y aportará un generoso préstamo que deberá serle devuelto al cabo de 5 años, siempre que no se cumplan una serie de condiciones (incapacidad por embriaguez o enfermedad, por ejemplo). Hay muy poca acción, entendida como sucesos, el grueso de la novela es desarrollo de personajes, descripción de paisajes y reflexiones. Y me ha encantado.

Hacía tiempo que no leía nada de Joseph Conrad. Le considero un escritor difícil, porque exige de sus lectores grandes dosis de paciencia y atención. El polaco nacionalizado inglés comete todos y cada uno de los delitos que considero imperdonables: se anda por las ramas, construye frases interminables que se ramifican como el delta de un rio y parece que nunca van a llegar al mar, se enrolla en la descripción de cualquier paisaje de ínfima importancia en la trama, detalla pormenorizadas descripciones del carácter de sus personajes, en vez de dejar que se definan por sus propias palabras y acciones … 

 Henry Lawrence, que era un gran admirador suyo, decía que para Conrad la unidad mínima era el párrafo, no la oración. Y que razón tenía.

Normalmente, a un autor que cometiera esos pecados, le calificaría de “engolado”, “afectado” y quien sabe cuantos más otros adjetivos despectivos, terminados o no en “ado”, pero con Joseph Conrad ni se me ocurriría y no porque sea un grande reconocido de la literatura universal. Simplemente, porque cuando lo hace él, funcionan. Conrad te deja ensimismado con sus descripciones, te cautiva con sus reflexiones y dota de una humanidad impresionante a sus personajes. Hasta a los más miserables es difícil despreciarlos, por lo mucho que llegas a comprenderlos.

Vamos, hablando en plata, que el tío era un puto genio.

Como ya digo, ocurren muy pocas cosas en este pequeño y magnífico libro, pero eso no impide que el lector atento se maraville y se implique emocionalmente y sufra con las desgracias del pobre capitán Whalley. En suma, es un libro muy bueno y estoy seguro de que buena parte de su disfrute se debe a la traductora, Isabel Lacruz Bassols, que ha acometido con éxito la locura que debe ser traducir a Conrad.







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