“Tiempo de cambios” de Robert Silverberg
Esta vez, si que he conseguido la edición de la Factoría, correspondiente a la imagen con la que ilustro el post.
“Tiempo de cambios” está ubicada en una colonia humana de un remoto futuro. Por motivos religiosos, su sociedad considera un pecado la introspección, que lleva a la autocompasión, y prohíbe a sus miembros compartir sus sentimientos con otras personas, salvo los drenadores, una especie de confesores y el hermano y la hermana vincular. No está permitido hablar de los propios sentimientos con los amigos íntimos, ni siquiera con la pareja y utilizar los pronombres de primera persona “Yo”, “mi”, se considera una obscenidad.
El libro está escrito como la autobiografía de un antiguo aristócrata que terminó enfrentándose a este estado de cosas, escrita mientras espera, escondido, su detención.
El personaje principal está muy bien definido, tanto en su comportamiento como en su voz. No es que se nos cuente que es un antiguo privilegiado, orgulloso y de gran cultura, sino que se comporta y habla como un antiguo privilegiado, orgulloso y de gran cultura. No clava tanto al resto de los personajes, entre otras cosas porque sólo los conocemos a través de la voz de Kinnal Darival, pero también resultan convincentes.
Sobre el escenario no estoy tan seguro aunque he leído a otros blogueros comentar lo bien construido que está el mundo en el que transcurre la acción. Silverberg describe cuidadosamente su geografía, pero no entra demasiado en demasiados detalles sobre su paisaje, su flora y su fauna, salvo puntualmente. Tampoco da demasiados detalles sobre la tecnología de la que disponen sus habitantes, la arquitectura o las costumbres y ninguno sobre el vestuario.
Esto, en general, es bueno. Silverberg sólo da la información que hace falta para entender la historia y sólo la da cuando hace falta. No abruma al lector con ese exceso de información tan habitual en la literatura fantástica, en la que el autor parece empeñado en compartir con sus lectores la procedencia y manufacturación de cada uno de los ladrillos de cada casa con la que se encuentra su protagonista. Si describe una catedral, es porque en ella ocurrirán cosas importantes, si describe un rito, es porque será vital para el protagonista.
Con ello la narración gana en dinamismo, pero, ¡ay!, algo de exotismo si que se pierde.
Por otro lado, a la hora de describir la geografía del mundo de la historia, Silverberg hace algo que cada vez me gusta menos, nos da una pormenorizada descripción, bastante al comienzo de la historia. Podría parecer algo muy sensato, como describir la nave espacial en la que transcurre una novela en su primer capítulo y tal vez lo sea para mentes más jóvenes y espabiladas que la mia. Hacer estas descripciones tan al comienzo, tienen el efecto de que, cuando el protagonista se mueve al área descrita, el autor cuenta con que el lector recordará punto por punto cada detalle de la descripción, cuando, si el número de páginas que han pasado desde la descripción es grande, la cruda realidad será que los habrá olvidado por completo.
Si claro, siempre se puede ir hacia atrás y releer estas descripciones, pero eso es más complicado de lo que parece, si uno lee en el metro o el autobús. Y como uses un libro electrónico, ni te cuento. En mi opinión, lo mejor es hacer unas descripciones generales de los lugares, al comienzo y luego detallarlas en profundidad cuando llegue el momento de vistarlas.
Por lo demás, el uso de la primera persona obliga a forzar un poco la “suspensión de incredulidad”, aunque eso es algo normal. Silverberg lo justifica haciendo que Kinnal reflexione al comienzo del libro sobre que no sabe quien será el destinatario final del mismo, pero es evidente que debe estar pensado para los habitantes de su mundo, para los cuales resultaría innecesaria la información que da sobre el mismo. De igual modo, es inverosímil que un fugitivo que no sabe cuanto tiempo puede quedarle antes de ser descubierto, desperdicie ese tiempo y un buen montón de páginas en contar sus dudas sobre si podrá o no terminar su manifiesto antes de ser detenido, o la pesadilla que tuvo la noche anterior.
Estas licencias son habituales en la novelas narradas en primera persona y las considero carentes de importancia.
Pero si que me hubiera gustado un poco más de elipsis. Silverberg cuenta todo lo que le ocurrió a su protagonista y cuando digo todo quiero decir TODO. En una novela es normal que, si un personaje tiene que emprender un viaje por barco y en ese viaje no le va a ocurrir nada vital, pasemos de un capítulo que termina con la decisión de emprender el viaje a otro que empieza con el desembarco. En esta novela, Silverberg no osaría hacer tal cosa. Tendría que contarnos como fletó el barco, lo aprovisionó, se despidió de sus conocidos, embarcó y lo que pensó durante cada uno de los días del viaje. Y, en realidad, lo hace.
No es tan grave como parece, aunque no los pase por alto, Silverberg tiene el cuidado de no dedicar demasiado tiempo a los acontecimientos irrelevantes en la vida de su personaje y su dominio del lenguaje consigue que sean amenos, pero el caso es que la vida de Kinnal comienza a ponerse interesante cuando ya casi ha pasado la mitad del libro. Hubiera deseado una mayor capacidad de síntesis. Es triste encontrar que a una novela le sobran páginas, cuando ni siquiera es demasiado larga.
Las novelas de Robert Silverberg resultan siempre muy fáciles de leer y esta no es una excepción. Me ha resultado una lectura amena, en ocasiones muy brillante. Una vez las cosas se ponen en marcha, discurren hasta su trágico final con la precisión de una tragedia griega. No ha despertado en mi el mismo entusiasmo que en otros, no me parece una obra maestra, pero si que es una muy buena obra.
No he acabado todavía con “Tiempo de cambios”, aún hay cosas de esta novela que quiero comentar, pero hasta ahora he intentado ser más o menos imparcial, juzgar las formas no el contenido y no hacer interpretaciones. Eso lo dejo para el próximo post.
“Tiempo de cambios” está ubicada en una colonia humana de un remoto futuro. Por motivos religiosos, su sociedad considera un pecado la introspección, que lleva a la autocompasión, y prohíbe a sus miembros compartir sus sentimientos con otras personas, salvo los drenadores, una especie de confesores y el hermano y la hermana vincular. No está permitido hablar de los propios sentimientos con los amigos íntimos, ni siquiera con la pareja y utilizar los pronombres de primera persona “Yo”, “mi”, se considera una obscenidad.
El libro está escrito como la autobiografía de un antiguo aristócrata que terminó enfrentándose a este estado de cosas, escrita mientras espera, escondido, su detención.
El personaje principal está muy bien definido, tanto en su comportamiento como en su voz. No es que se nos cuente que es un antiguo privilegiado, orgulloso y de gran cultura, sino que se comporta y habla como un antiguo privilegiado, orgulloso y de gran cultura. No clava tanto al resto de los personajes, entre otras cosas porque sólo los conocemos a través de la voz de Kinnal Darival, pero también resultan convincentes.
Sobre el escenario no estoy tan seguro aunque he leído a otros blogueros comentar lo bien construido que está el mundo en el que transcurre la acción. Silverberg describe cuidadosamente su geografía, pero no entra demasiado en demasiados detalles sobre su paisaje, su flora y su fauna, salvo puntualmente. Tampoco da demasiados detalles sobre la tecnología de la que disponen sus habitantes, la arquitectura o las costumbres y ninguno sobre el vestuario.
Esto, en general, es bueno. Silverberg sólo da la información que hace falta para entender la historia y sólo la da cuando hace falta. No abruma al lector con ese exceso de información tan habitual en la literatura fantástica, en la que el autor parece empeñado en compartir con sus lectores la procedencia y manufacturación de cada uno de los ladrillos de cada casa con la que se encuentra su protagonista. Si describe una catedral, es porque en ella ocurrirán cosas importantes, si describe un rito, es porque será vital para el protagonista.
Con ello la narración gana en dinamismo, pero, ¡ay!, algo de exotismo si que se pierde.
Por otro lado, a la hora de describir la geografía del mundo de la historia, Silverberg hace algo que cada vez me gusta menos, nos da una pormenorizada descripción, bastante al comienzo de la historia. Podría parecer algo muy sensato, como describir la nave espacial en la que transcurre una novela en su primer capítulo y tal vez lo sea para mentes más jóvenes y espabiladas que la mia. Hacer estas descripciones tan al comienzo, tienen el efecto de que, cuando el protagonista se mueve al área descrita, el autor cuenta con que el lector recordará punto por punto cada detalle de la descripción, cuando, si el número de páginas que han pasado desde la descripción es grande, la cruda realidad será que los habrá olvidado por completo.
Si claro, siempre se puede ir hacia atrás y releer estas descripciones, pero eso es más complicado de lo que parece, si uno lee en el metro o el autobús. Y como uses un libro electrónico, ni te cuento. En mi opinión, lo mejor es hacer unas descripciones generales de los lugares, al comienzo y luego detallarlas en profundidad cuando llegue el momento de vistarlas.
Por lo demás, el uso de la primera persona obliga a forzar un poco la “suspensión de incredulidad”, aunque eso es algo normal. Silverberg lo justifica haciendo que Kinnal reflexione al comienzo del libro sobre que no sabe quien será el destinatario final del mismo, pero es evidente que debe estar pensado para los habitantes de su mundo, para los cuales resultaría innecesaria la información que da sobre el mismo. De igual modo, es inverosímil que un fugitivo que no sabe cuanto tiempo puede quedarle antes de ser descubierto, desperdicie ese tiempo y un buen montón de páginas en contar sus dudas sobre si podrá o no terminar su manifiesto antes de ser detenido, o la pesadilla que tuvo la noche anterior.
Estas licencias son habituales en la novelas narradas en primera persona y las considero carentes de importancia.
Pero si que me hubiera gustado un poco más de elipsis. Silverberg cuenta todo lo que le ocurrió a su protagonista y cuando digo todo quiero decir TODO. En una novela es normal que, si un personaje tiene que emprender un viaje por barco y en ese viaje no le va a ocurrir nada vital, pasemos de un capítulo que termina con la decisión de emprender el viaje a otro que empieza con el desembarco. En esta novela, Silverberg no osaría hacer tal cosa. Tendría que contarnos como fletó el barco, lo aprovisionó, se despidió de sus conocidos, embarcó y lo que pensó durante cada uno de los días del viaje. Y, en realidad, lo hace.
No es tan grave como parece, aunque no los pase por alto, Silverberg tiene el cuidado de no dedicar demasiado tiempo a los acontecimientos irrelevantes en la vida de su personaje y su dominio del lenguaje consigue que sean amenos, pero el caso es que la vida de Kinnal comienza a ponerse interesante cuando ya casi ha pasado la mitad del libro. Hubiera deseado una mayor capacidad de síntesis. Es triste encontrar que a una novela le sobran páginas, cuando ni siquiera es demasiado larga.
Las novelas de Robert Silverberg resultan siempre muy fáciles de leer y esta no es una excepción. Me ha resultado una lectura amena, en ocasiones muy brillante. Una vez las cosas se ponen en marcha, discurren hasta su trágico final con la precisión de una tragedia griega. No ha despertado en mi el mismo entusiasmo que en otros, no me parece una obra maestra, pero si que es una muy buena obra.
No he acabado todavía con “Tiempo de cambios”, aún hay cosas de esta novela que quiero comentar, pero hasta ahora he intentado ser más o menos imparcial, juzgar las formas no el contenido y no hacer interpretaciones. Eso lo dejo para el próximo post.
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