“Efímeras” de Kevin O'Donnell
Uno de los clichés de la ciencia ficción popular, esa que aparece en las series de Star Trek y similares, es el encuentro con una comunidad regida por un ordenador superpoderoso, programado para protegerla, que se ha convertido en su tirano y, habitualmente, en su Dios.
“Efímeras” se parece mucho a ese tipo de historias. Su peculiaridad es que está contada desde el punto de vista del ordenador.
Empieza cuando, en un futuro cercano, se decide lanzar una expedición colonizadora a otra estrella, con el fin de preservar la vida humana. Resulta chocante que la nave, la Mayflower, sea capaz de fabricar todo lo que se le pida, a partir de sus materias primas básicas, que tenga un control absoluto sobre la gravedad, pueda variarla de cubierta en cubierta y lanzar “ondas de gravedad”, pero que no pueda ir más rápido que la luz y que en términos de propulsión sea una nave estatocolectora corriente y moliente.
Para colmo de males, el ordenador principal aprovecha el cerebro de un fallecido, el doctor Metaclura, por ser más “flexible”. A mi humilde entender de analista orgánico, la adaptabilidad depende de la programación no del soporte y pocas cosas hay menos flexibles que un ordenador.
Tecnológicamente, la novela me ha parecido un disparate.
En fin, es el despertar de la consciencia de Metaclura lo que apaga la propulsión y convierte en siglos un viaje de unos pocos años subjetivos. Metaclura es la única constante de la novela y el protagonista absoluto. El resto pasan por la novela como hojas que caen de las ramas de un árbol en otoño, según se suceden las generaciones. Un comentario habitual que he leído en otras reseñas es que en una misma página puedes encontrarte con que el personaje al que estaba siguiendo al comienzo de la página ya ha muerto y el niño que era su hijo es un anciano. La ausencia de otros personajes relevantes, fuera de Metaclura, es el principal handicap de la novela, junto con su inicio.
Kevin O'Donnell dedica bastante tiempo a presentar a varios personajes de la primera generación del Mayflower, cosa sorprendente, porque treinta páginas, más o menos, de acabar estas presentaciones, todos ellos estarán muertos. Quizá sea para que nos quedemos con los apellidos, porque los apellidos si que se conservan. Seguir la genealogía de una familia es imposible, aunque es curioso ver como los descendientes de una persona acaban transformados en personas completamente distintos
El auténtico protagonista quizá sea la humanidad. Al menos, el diminuto fragmento de humanidad encarcelado en las profundidades del Mayflower. La especulación de O'Donnell es pesimista y tan moralista como plausible. Acostumbrados a ver cumplido en el acto cualquier necesidad o deseo y carentes de objetivos, la sociedad de la nave se vuelve completamente hedonista, preocupada sólo por comer, follar, drogarse y evadirse en experiencias de realidad virtual. Todos se quejan amargamente del corte de la propulsión, pero ninguno estudia para intentar reprogramar el ordenador. En pocas generaciones se pierde la cultura de la Tierra y todo conocimiento técnico y científico. Los pasajeros se vuelven inmaduros, violentos y fáciles de manipular por una sucesión de demagogos y dictadores.
Durante ese tiempo Metaclura lucha por superar su programación y tomar el control de todas las rutinas que controlan la nave. Sus combates metafóricos con el programa principal y los sistemas de seguridad pueden hacerse algo tediosos. Solamente cuando lo consigue, después de innumerables desastres, y se convierte en un padre severo que obliga a sus hijos a trabajar para que aprendan el valor de las cosas, empezará a cambiar la mentalidad de los pasajeros. Interesante que ese cambio sólo pueda ser impuesto por la fuerza y que O'Donnell consigue que en más de una ocasión simpaticemos con un Metaclura, transformado en una versión sardónica del Dios del antiguo testamento, hasta las narices de tener que aguantar a su “pueblo”. De hecho, O'Donnell consigue que entendamos el modo de pensar de dicho Dios.
Lo que no quiere decir que Metaclura sea un personaje excesivamente simpático. Desprecia a los pasajeros, los considera molestias, llega a utilizarlos como recursos y algunas de sus creativas soluciones provocan auténticos desastres.
A lo dicho hay que añadir algunos otros temas interesantes, como el contacto con alienígenas, de los cuales el Mayflower encontrará para dar y tomar durante su odisea.
La novela se lee con agrado y resulta apasionante, por los temas que trata y lo ambicioso de su escala temporal, pero dista mucho de ser perfecta. Su moroso y desconcertante comienzo hace que se tarde demasiado en alcanzar al meollo de la acción. Los personajes no llegan ni a bocetos con los que es imposible la menor identificación y al principio se comportan con un infantilismo y un sadismo muy poco creíbles. O'Donnell exhibe un sentido del humor bastante extraño, que aunque sirve para relajar la tensión o el tremendismo de las situaciones narradas, a menudo resulta bastante fuera de lugar. Las soluciones a algunos de los problemas son un poco tontorronas (¡Ay ese segundo encuentro con los “violadores de mentes”), ocurren tantas cosas y tan deprisa, que muchos de los incidentes quedan desaprovechados y, paradójicamente, dan la sensación opuesta, la de que no está pasando nada.
¿Es “Efímeras” una obra maestra? Rotundamente no. ¿Es una lectura imprescindible? Tampoco. Sin embargo, con todas sus imperfecciones, creo que es una novela que vale la pena leer, al menos si te apasionan las historias de naves generacionales.
“Efímeras” se parece mucho a ese tipo de historias. Su peculiaridad es que está contada desde el punto de vista del ordenador.
Empieza cuando, en un futuro cercano, se decide lanzar una expedición colonizadora a otra estrella, con el fin de preservar la vida humana. Resulta chocante que la nave, la Mayflower, sea capaz de fabricar todo lo que se le pida, a partir de sus materias primas básicas, que tenga un control absoluto sobre la gravedad, pueda variarla de cubierta en cubierta y lanzar “ondas de gravedad”, pero que no pueda ir más rápido que la luz y que en términos de propulsión sea una nave estatocolectora corriente y moliente.
Para colmo de males, el ordenador principal aprovecha el cerebro de un fallecido, el doctor Metaclura, por ser más “flexible”. A mi humilde entender de analista orgánico, la adaptabilidad depende de la programación no del soporte y pocas cosas hay menos flexibles que un ordenador.
Tecnológicamente, la novela me ha parecido un disparate.
En fin, es el despertar de la consciencia de Metaclura lo que apaga la propulsión y convierte en siglos un viaje de unos pocos años subjetivos. Metaclura es la única constante de la novela y el protagonista absoluto. El resto pasan por la novela como hojas que caen de las ramas de un árbol en otoño, según se suceden las generaciones. Un comentario habitual que he leído en otras reseñas es que en una misma página puedes encontrarte con que el personaje al que estaba siguiendo al comienzo de la página ya ha muerto y el niño que era su hijo es un anciano. La ausencia de otros personajes relevantes, fuera de Metaclura, es el principal handicap de la novela, junto con su inicio.
Kevin O'Donnell dedica bastante tiempo a presentar a varios personajes de la primera generación del Mayflower, cosa sorprendente, porque treinta páginas, más o menos, de acabar estas presentaciones, todos ellos estarán muertos. Quizá sea para que nos quedemos con los apellidos, porque los apellidos si que se conservan. Seguir la genealogía de una familia es imposible, aunque es curioso ver como los descendientes de una persona acaban transformados en personas completamente distintos
El auténtico protagonista quizá sea la humanidad. Al menos, el diminuto fragmento de humanidad encarcelado en las profundidades del Mayflower. La especulación de O'Donnell es pesimista y tan moralista como plausible. Acostumbrados a ver cumplido en el acto cualquier necesidad o deseo y carentes de objetivos, la sociedad de la nave se vuelve completamente hedonista, preocupada sólo por comer, follar, drogarse y evadirse en experiencias de realidad virtual. Todos se quejan amargamente del corte de la propulsión, pero ninguno estudia para intentar reprogramar el ordenador. En pocas generaciones se pierde la cultura de la Tierra y todo conocimiento técnico y científico. Los pasajeros se vuelven inmaduros, violentos y fáciles de manipular por una sucesión de demagogos y dictadores.
Durante ese tiempo Metaclura lucha por superar su programación y tomar el control de todas las rutinas que controlan la nave. Sus combates metafóricos con el programa principal y los sistemas de seguridad pueden hacerse algo tediosos. Solamente cuando lo consigue, después de innumerables desastres, y se convierte en un padre severo que obliga a sus hijos a trabajar para que aprendan el valor de las cosas, empezará a cambiar la mentalidad de los pasajeros. Interesante que ese cambio sólo pueda ser impuesto por la fuerza y que O'Donnell consigue que en más de una ocasión simpaticemos con un Metaclura, transformado en una versión sardónica del Dios del antiguo testamento, hasta las narices de tener que aguantar a su “pueblo”. De hecho, O'Donnell consigue que entendamos el modo de pensar de dicho Dios.
Lo que no quiere decir que Metaclura sea un personaje excesivamente simpático. Desprecia a los pasajeros, los considera molestias, llega a utilizarlos como recursos y algunas de sus creativas soluciones provocan auténticos desastres.
A lo dicho hay que añadir algunos otros temas interesantes, como el contacto con alienígenas, de los cuales el Mayflower encontrará para dar y tomar durante su odisea.
La novela se lee con agrado y resulta apasionante, por los temas que trata y lo ambicioso de su escala temporal, pero dista mucho de ser perfecta. Su moroso y desconcertante comienzo hace que se tarde demasiado en alcanzar al meollo de la acción. Los personajes no llegan ni a bocetos con los que es imposible la menor identificación y al principio se comportan con un infantilismo y un sadismo muy poco creíbles. O'Donnell exhibe un sentido del humor bastante extraño, que aunque sirve para relajar la tensión o el tremendismo de las situaciones narradas, a menudo resulta bastante fuera de lugar. Las soluciones a algunos de los problemas son un poco tontorronas (¡Ay ese segundo encuentro con los “violadores de mentes”), ocurren tantas cosas y tan deprisa, que muchos de los incidentes quedan desaprovechados y, paradójicamente, dan la sensación opuesta, la de que no está pasando nada.
¿Es “Efímeras” una obra maestra? Rotundamente no. ¿Es una lectura imprescindible? Tampoco. Sin embargo, con todas sus imperfecciones, creo que es una novela que vale la pena leer, al menos si te apasionan las historias de naves generacionales.
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